lunes, 16 de abril de 2012

¿Cuantos de estas tristes parejas hay entre nosotros?


Guardaos de ellos, son para perdición
Himeneo y Alejandro ... Figelo y Hermógenes ... Himeneo y Fileto ... Estas son tres parejas de nombres mencionados en las epístolas de Pablo a Timoteo, y asociados con conductas turbias, con blasfemias y apostasías. Dos de esos nombres, Himeneo y Alejandro, se mencionan en dos ocasiones.
En algún momento ellos fueron leales compañeros de milicia del apóstol, pero ahora, él debe mencionarlos con dolor, para advertir a los hermanos acerca de su descarrío, para que no se dejen seducir por sus engañosas palabras. El apóstol parece haber perdido las esperanzas de que ellos pudieran volver a servir con él (1ª Timoteo 1:20); sólo de Onesíforo –otro que también integra esta triste lista– parece tener todavía alguna esperanza (2ª Timoteo 1:16-18; 4:19).
¿Qué pudo haber obrado en el corazón de estos hombres, en otro tiempo fieles creyentes, colaboradores diligentes, para que llegasen a ser apóstatas y blasfemos?
Pablo lo sugiere en 1ª Timoteo 1:5-6: dejaron de velar sobre su corazón, sobre su conciencia; su fe se fosilizó; más claramente lo afirma en el versículo 19 del mismo capítulo: ellos desecharon la buena conciencia, y, por tanto, naufragaron en cuanto a la fe. En el capítulo 4 se refuerza este mismo diagnóstico cuando se menciona a los apóstatas de los postreros tiempos, y se dice de ellos que tendrán cauterizada la conciencia (v.2).
Un problema de conciencia
Parece ser, entonces, que el problema de estos ex-colaboradores de Pablo tuvo que ver principalmente con la conciencia. Ante esto surgen varias preguntas: ¿Qué es la conciencia? ¿Cuáles son sus resortes? ¿Cómo funciona? ¿Cuál es su importancia en el caminar de un creyente?
¿Cómo descuidaron estos colaboradores de Pablo un aspecto tan importante de su corazón y de su conducta? ¿Acaso no tenían a su lado al príncipe de los apóstoles? ¿O es el cuidado de la conciencia un asunto tan íntimo, que ni siquiera un gran hombre de Dios a nuestro lado nos eximirá de sus peligros?
La conciencia habla a favor de Dios
La conciencia es una facultad de nuestro espíritu que hace oír su voz en el hombre a favor de Dios. En los incrédulos, la conciencia está acallada, pero apenas el Espíritu Santo toca el corazón, la conciencia es avivada y conduce al hombre a Cristo. Entonces, la preciosa sangre del Hijo de Dios la limpia y la aquieta, llenándola de paz.
Habiendo sido avivada, la conciencia seguirá despierta en el cristiano, efectuando una importante obra, en acuerdo –por decirlo así– con el Espíritu Santo. Su voz se hará oír siempre que el cristiano piense, hable u obre en disconformidad con su alto llamamiento.
A medida que el cristiano progresa espiritualmente, la voz de la conciencia y la voz del Espíritu Santo irán coincidiendo hasta ser una sola voz. (Romanos 9:1). Más exactamente, el Espíritu Santo se valdrá de la conciencia para hablar al creyente. Así, podemos decir que, en condiciones normales, cuando la conciencia está sana y sensible, la voz de la conciencia es la voz de Dios. 
Así que, atender a la conciencia es de suma importancia para el cristiano, porque ella testifica de si las cosas entre él y Dios son claras. 
Un siervo de Dios ha dicho: “El ser fiel a la conciencia es el primer paso hacia la santificación.” ¿Por qué es esto así? Porque si la conciencia nos dice que algo va mal, es que de verdad va mal. Si ella nos condena, tenemos que pararnos y atender a su advertencia, porque la santidad de Dios es aun más alta que ella. (1ª Juan 3:20).
Dos reacciones
¿Cuáles pueden ser las reacciones del creyente ante la voz de la conciencia, cuando nos dice que hemos obrado mal?
Hay fundamentalmente dos reacciones:
a) El arrepentimiento, la confesión y la invocación a la sangre de Jesucristo para el perdón.
b) La resistencia, tratando de apagar su voz, bien por la vía de la argumentación, (para convencerla de que no ha habido tal falta), o bien tratando de aliviarla por medio de las buenas obras. Evidentemente, la conciencia no cederá ante los argumentos, porque sus requerimientos no son mentales, sino espirituales. El estándar del cristiano es la voluntad de Dios, la cruz de Cristo, y no meramente la justicia externa según el criterio del bien y el mal. Por otro lado, si recurre a las buenas obras caerá en la presunción de Saúl (1 Samuel 15:22). Dios no mirará esas ofrendas –las buenas obras– , sino sólo las cosas en que se le ha desobedecido.
Consecuencias
Si un creyente toma el primer camino, su conciencia encontrará descanso, y recuperará inmediatamente su comunión con Dios. Si de ahí en adelante el creyente continúa oyendo su voz y juzgando en particular cada una de sus faltas, la conciencia se irá haciendo más sensible y la comunión con Dios se irá haciendo más estrecha cada vez. Al mismo tiempo, tendrá en su espíritu un claro testimonio de estar agradando a Dios (Hebreos 11:5 b). Andará con confianza delante de Dios, y su fe se robustecerá, porque no habrá nada en su interior que socave su confianza. (1ª Juan 3:21-22).
Pero si el creyente opta por lo segundo, en lo inmediato, pierde la comunión con Dios, y su conducta se volverá poco a poco liviana y cínica. Si la conciencia continúa siendo sistemáticamente desoída, su voz se hará cada vez más débil, hasta silenciarse del todo. Si antes el creyente era espiritual, ya no lo será más; su deterioro es franco y decidido, de modo que las obras de la carne harán presa de él. De continuar por este camino, su conciencia se bloqueará (“cauterizará”, 1ª Timoteo 4:2) hasta llegar al extremo sumamente peligroso de que él podrá pecar, sin sentir reprensión alguna. Quien llega a esta lamentable condición, está a un paso de la apostasía. Sus pecados no confesados, sus tinieblas consentidas serán en el barco de su conciencia grandes forados que harán naufragar su vida espiritual (1ª Tim.1:19).
En este estado, el ex piadoso creyente está expuesto a las máximas aberraciones, a las blasfemias y herejías mayores. Un alma sensual, por ejemplo, podría perfectamente levantar una doctrina perversa sólo por favorecer su sensualidad. Para tal efecto, hará uso de las Sagradas Escrituras, torciendo sus santas palabras para justificar su pecado y convencer a otros para que lo sigan. Un alma con una mente fuerte, puede levantar un edificio doctrinal sólido y coherente (pero carnal), que dé expresión a sus ansias intelectuales, y llevar a muchos detrás de sí.
Ahora bien, si este desliz es grave en un creyente normal ¿cuánto no lo será en uno que tiene mayor responsabilidad en medio del pueblo de Dios? Si se trata de un predicador, un líder, su gravedad aumenta en directa proporción con la cantidad de cristianos que lo siguen. Su comunión con Dios se ha roto, Dios ya no da testimonio a favor de él, pero igual usará su conocimiento, su prestigio y su “ministerio” en una obra que ya no glorifica a Dios. Tal vez esté viviendo en pecados groseros, pero el pueblo de Dios aun lo oye y lo sigue.
¿Qué hacer?
Ahora bien, ¿qué debemos hacer para evitar tan grande extravío y tan grandes males?
Lo primero, es llevar las cuentas muy cortas con nuestra conciencia. Tenemos que aceptar el permanente escrutinio y examen de ella. No hay ningún cristiano, por espiritual que sea, que no necesite atender a su conciencia, escuchar su voz y confesar sus pecados. Cuando ella nos reprenda, hemos de traer a la luz de Dios todo mal pensamiento concebido, toda intención torcida, toda palabra dicha, y toda acción cometida, de las cuales hayamos sido notificados por ella. Para que no haya nada que interfiera entre nosotros y Dios.
En seguida, tenemos que echar mano a la provisión que Dios ha hecho para nosotros en la sangre de Jesucristo. “Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado... Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1ª Juan 1:7,9). 
Hemos de cuidarnos de tratar de acallar la voz de la conciencia con nuestras buenas obras, como se ha dicho, o con un activísimo externo que es un mero servicio de labios, con vanas obras de justicia, que serán delantales inútiles para justificarnos delante de Dios (Génesis 3:7). Muchas de las buenas obras que se realizan tienen esta sola intención. 
Por otra parte, cuando se cae en este estado, se suele echar mano también a una forma de evasión de las demandas de la conciencia, que se manifiesta en una atención exagerada a asuntos menores de doctrina. 
En días de Pablo había la tendencia de ocuparse de “fábulas”, “discusiones acerca de palabras” o “genealogías”, las cuales Pablo consideraba “vana palabrería”, porque no aprovechaban a los que se ocupaban en ellas, sino que les sumían en la impiedad. Esto, que fue una tendencia que se comenzó a notar hacia finales del ministerio del apóstol –días de deterioro– es también observable hoy entre los hijos de Dios.
Hay una inclinación por las disputas teológicas, por enfrascarse en la dilucidación de los misterios o dificultades bíblicas (“¿La salvación se pierde?”), que no traen mayor provecho espiritual. Al contrario, suelen sumir a quienes las practican en la confusión, el desánimo y hasta, en algunos casos, en el extravío de la fe. Porque la dilucidación de estos misterios o dificultades efectuados por mera curiosidad no conduce a una verdadera piedad, sino a la vanagloria de la carne.
Ahora bien, ¿y en el caso de los modernos Acanes, con influencia en medio del pueblo de Dios? ¿Qué hacer respecto de ellos? En este asunto, el ejemplo de Josué ante el pecado de Acán nos sirve de modelo. ¿Qué puede el pueblo de Dios hacer, sino clamar a Dios para que Él mismo descubra su pecado, y el pueblo sea sanado de tal contaminación?
Pureza y piedad
Por eso, el apóstol Pablo instaba a Timoteo a mantener una buena conciencia (1ª Timoteo 1:19), a mantener una actitud de juicio ante el pecado (1ª Timoteo 5:20), y a atenerse a la enseñanza pura, que es conforme a la piedad (1ª Timoteo 6:3). Esta enseñanza está conformada por las “sanas palabras” de nuestro Señor Jesucristo (1ª Tim.6:3), y las “sanas palabras” del apóstol (2ª Tim.1:13).
Siete veces aparece en las epístolas a Timoteo la palabra piedad referida a la forma de vida del cristiano. Un Diccionario Bíblico define la piedad como “aquella disposición del ánimo que da a Dios el supremo lugar en el corazón y en la vida.” La piedad no es una postura religiosa, sino que es una forma de vida, un ejercicio permanente (1ª Tim.4:7), un “vivir piadosamente en Cristo Jesús” (2ª Tim.3:2).
A menos que un cristiano atienda a la exhortación de su conciencia, y viva en un ejercicio permanente de verdadera piedad, no escapará al lazo del diablo en esta generación maligna y perversa. Hay demasiados tentaciones al acecho, demasiados demonios sueltos como para que podamos escapar si no velamos sobre nuestro corazón. 
Que Dios, en su gracia, nos permita vivir en paz con Él y con nuestra conciencia. Aun más, que podamos decir con el salmista: “Aun en las noches me enseña mi conciencia.” (16:7), y con el apóstol: “Pues confiamos en que tenemos buena conciencia, deseando conducirnos bien en todo” (Hebreos 13:18).

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