jueves, 19 de mayo de 2011

Dios, Su siervo y Su Reino


Para que el trabajo del hombre de Dios sea provechoso, tiene que juntar su llanto en el altar por las almas con los medios de comunicación disponibles. Eso hará que su trabajo se desarrolle con más rapidez y, lo que es más importante, con calidad. Si confía apenas en su trabajo de comunicación para que su iglesia se desarrolle, su fracaso será inevitable, ya que el espíritu de comodidad se apoderará de él.
Considerando que el hombre de Dios tiene realmente su vida en el altar, o sea, cuerpo, alma y espíritu, verifiquemos sus siete mandamientos:
Primero: Tener para con el pueblo la misma consideración que tiene con Dios, pues está escrito: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?” (1 Juan 4:20).
Segundo: Llorar en la lucha por el pueblo que Dios le ha enviado. Cada hombre de Dios representa al Señor Jesús, y cada persona que llega a la iglesia es enviada por el Espíritu Santo, con el fin de que Su siervo le muestre el camino de la salvación. Una vez salva, ella glorificará al Señor Jesús. Fue por eso que Él dijo: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere…” (Juan 6:44).
El Señor Dios dijo: “Entre la entrada y el altar lloren los sacerdotes ministros del Señor, y digan: Perdona, oh Señor, a tu pueblo, y no entregues al oprobio tu heredad, para que las naciones se enseñoreen de ella. ¿Por qué han de decir entre los pueblos: Dónde está su Dios?” (Joel 2:17).
Tercero: Jamás hacer la obra de Dios de cualquier forma. El profeta Jeremías dijo: “Maldito el que hiciere indolentemente la obra del Señor…” (Jeremías 48:10). Hacer la obra de Dios indolentemente es como enfrentar el peor enemigo con un arma cualquiera.
Cuarto: Tener hambre y sed de ganar almas. Mientras que eso no sucede, el hombre de Dios se siente como Sara, Raquel y Ana. Ellas sentían amargura en el alma, vergüenza y humillación. Esos sentimientos están siempre molestando al hombre de Dios estéril.
Por eso, él no se avergüenza de llorar delante de Dios, pidiendo almas.
Quinto: Tener alegría y gozo al ver, delante de sus ojos, a las personas naciendo de nuevo. No hay satisfacción mayor para aquel que tiene la vida en el altar que ver hoy a personas que antes pertenecían al reino de las tinieblas teniendo la plenitud del Espíritu Santo, con semblantes limpios, alegres y felices, glorificando el Nombre del Señor Jesucristo.
Sexto: No tener celos o envidia del desarrollo de su colega de ministerio. Al contrario, regocijarse con su crecimiento, y orar para que él dé aún más frutos. Como aquella mujer de la parábola de la dracma perdida, conforme enseñó el Señor: “¿O qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una dracma, no enciende la lámpara, y barre la casa, y busca con diligencia hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas, diciendo: Gozaos conmigo, porque he encontrado la dracma que había perdido” (Lucas 15:8-9).
Séptimo: No preocuparse apenas en ganar a las personas para el Señor Jesús, sino, sobretodo, en hacerlas discípulas. Esta, por otra parte, es la característica más acentuada en el hombre de Dios consagrado. Él se preocupa en hacer discípulos más que por cualquier otra cosa, pues sabe que el desarrollo del Reino de Dios en este mundo depende de hombres que tengan el mismo carácter del Señor Jesús.
 

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